Desde el inicio de esta reseña, quiero expresar mi más sincero respeto hacia todos los creyentes. Mi intención nunca ha sido ofender ni faltar a su fe. En este artículo, simplemente compartiré mis sensaciones y reflexiones personales. Si en algún momento mis palabras no resuenan con sus creencias, les pido disculpas de corazón. Agradezco su comprensión y apertura para leer mis pensamientos.
En el último viaje a Cantabria, mis amigos Mar, Pablo y yo nos apuntamos a la ruta que lleva Francisco Ramón Renedo Carrandi en San Sebastián de Garabandal, famoso por sus apariciones marianas.
Cuando subí a este pueblecito montañés enclavado en el corazón de Cantabria, observé su belleza serena y atemporal. Entre la niebla aparecían sus casas de piedra, con su rústica disposición, susurrando las historias de antaño mientras se agrupan sobre una loma que acaricia el cielo nublado. La majestuosa sierra de Peña Sagra, se erige como un guardián silencioso del pueblo, mientras que Peña Labra, al sur, se asoma con su dignidad valedora.
Haxe tiempo, en este entorno austero, florecía una rica vida comunitaria. La ganadería era el sustento de sus gentes, quienes trabajaban con dedicación en los pastizales, a veces en las alturas de la montaña, donde el aire fresco y puro les recordaba la grandeza de la naturaleza.
Aunque paseando por las calles percibí que más allá de su labor diaria, lo que realmente unía a los habitantes de Garabandal era su profunda fe. Este era, sin duda, uno de los pueblos más religiosos de la zona. Por lo menos, a mí me dio esta sensación. En una de las tiendas del pueblo me contaron que cada tarde, el sonido de una campana resonaba en el aire, invitando a todos a rezar por los difuntos, un acto de amor y recuerdo que tejía lazos entre generaciones.
Así que no es de extrañar que aquel lejano año 1961 cambiaría la vida de sus habitantes, que vivían en unas 80 casas de piedra, donde el tiempo parecía detenerse. Sin agua corriente y con una estufa como única fuente de calor, la vida transcurría en un ritmo pausado, alejado de las comodidades modernas. La electricidad iluminaba sus noches solo por unas pocas horas, y la televisión y los coches eran meras fantasías.
En este pequeño y pintoresco pueblo, un susurro divino se entrelazó con la vida cotidiana de sus habitantes aquel mágico 2 de julio de 1961, cuando cuatro inocentes niñas se convirtieron en las portadoras de un mensaje celestial, un encuentro que trascendía lo terrenal y tocaba las fibras más profundas del alma. La Virgen María, en su infinita bondad, se manifestaba ante ellas, llenando el aire con una luz que parecía danzar entre los árboles y las montañas.
Y así, en ese rincón del mundo donde lo divino y lo humano se encontraban, el último éxtasis tuvo lugar el 18 de junio de 1965. Conchita González, una de las niñas que había sido tocada por la gracia celestial, vivió ese instante como un regalo eterno.
Las presuntas apariciones de Garabandal no fueron solo encuentros; fueron momentos imborrables que dejaron una huella indeleble en la memoria colectiva. Un recordatorio de que el amor trasciende fronteras y tiempos, invitándonos a creer en lo extraordinario y a buscar siempre la luz en nuestro camino. En cada relato sobre esos días mágicos resuena una melodía suave: la promesa de que nunca estamos solos y que el amor verdadero siempre nos acompaña.
Y os podéis preguntar: ¿Por qué utilizo término “supuestas”? La respuesta es simple. Estas palabras pueden llevar consigo un matiz de duda o desconfianza, en el contexto del derecho eclesiástico adquieren un significado más profundo y reflexivo. Aquí, “supuestas” no es simplemente una negación; es un espacio sagrado de búsqueda y contemplación. La Iglesia, en su infinita sabiduría, se encuentra en un delicado equilibrio, reconociendo que lo que ocurrió podría ser un susurro del cielo, pero también entendiendo que aún no ha hallado las pruebas necesarias para afirmar con certeza que fue un milagro sobrenatural. Este término invita a la reflexión y al asombro. En este viaje de fe y descubrimiento, “supuestas” se convierte en una puerta abierta hacia lo desconocido, donde la posibilidad de lo divino se entrelaza con nuestra realidad cotidiana. La Santa sede no reconoció estas apariciones marianas declarando que «no consta sobrenaturalidad», lo cual, teológicamente, no significa condena, sino falta de certeza tanto para afirmar como para negar. Y en mi opinión, esta afirmación marcó este pueblo para siempre.
En este recorrido “santo”, un profundo sentimiento de desasosiego me envolvió. Observé a los devotos de la Virgen de Garabandal salir de la iglesia tras la misa, y lo que debería haber sido un momento de unión y espiritualidad se tornó en una imagen desconcertante. Grandes coches de lujo esperaban a aquellos que, en lugar de compartir la esencia del amor y la fe, parecían distanciarse aún más de su verdadero significado. Grupos uniformados marchaban con orgullo, luciendo emblemas con signos extraños, como si esas insignias pudieran definir su conexión con lo divino. Sin embargo, lo que más me impactó fueron sus miradas. En lugar de reflejar compasión y calidez, sus ojos transmitían una sensación de enemistad, casi desprecio. Era como si yo fuera una intrusa en un espacio sagrado, alguien ajeno que no merecía su bondad ni su aceptación.
Me sentí como una extraña en medio de un mar de fervor religioso, donde el amor y la comprensión deberían reinar. Pero, en vez de eso, me encontré atrapada en una atmósfera pesada, donde el verdadero espíritu de la fe se desvanecía entre actitudes frías y miradas cargadas de juicio.
Este contraste entre lo sagrado y lo humano me dejó una profunda reflexión: ¿dónde había quedado la esencia del amor incondicional que debería unirnos a todos?
Al cruzar el umbral de la iglesia del pueblo, una extraña sensación me envolvió. En lugar de encontrar la paz y el amor que había esperado, fui recibida por un aire denso y frío, como si las paredes mismas guardaran secretos oscuros.
Imágenes Pablo J.
Y entonces, mis ojos se posaron en el “Cepillo” de la iglesia: una caja fuerte imponente que parecía más un símbolo de desconfianza que un receptáculo de generosidad. En ese instante, una punzada de tristeza recorrió mi ser. ¿Cómo podía un espacio destinado a la espiritualidad estar marcado por la sospecha?
La imagen de esa caja fuerte resonó en mi mente como un eco de desilusión, recordándome que aquí, en este lugar sagrado, parecía que nadie creía en la bondad inherente del ser humano. Sin poder soportar más esa atmósfera opresiva, di media vuelta y salí rápidamente.
Empecé el camino hasta los famosos pinos de la aparición de la Virgen. El camino era empinado y lleno de piedras. Al subir, estaba pensando como las niñas podían atravesarlo corriendo o de espaldas. Para mí era imposible. Hice el amago de ir de espaldas y ya os podéis imaginar lo que ha pasado… Casi me caigo al tropezar con la primera piedra.
Empecé a subir la “calleja” que recorrían las niñas y la primera parada fue el lugar donde vieron a un ángel.
La segunda parada era donde aparición la Virgen por primera vez.
En otro lugar era donde apareció Sagrado Corazón de Jesús a una de las niñas en 1961.
Y de repente, vi una estatua enorme de color blanco del Sagrado Corazón de Jesús en una explanada que supongo, que intencionalmente observaba o bendecía desde arriba a todo el pueblo. ¿Quién ha decidido poner esto allí? ¿Por qué? Se le ha plantado en el camino de las apariciones, esto no tenía ningún sentido… Por lo menos para mí.
Por fin, llegamos a la ermita rodeada por un extraño pasillo. Una construcción bastante rara, con las imágenes muy variadas que seguramente tienen alguna conexión con la aparición de la Virgen. Algunas entendí, pero otras se han quedado en una incógnita que solo conoce el que ha colocado todas estas imágenes allí.
Era la hora de seguir el camino hacia los famosos pinos que divisé a lo lejos envueltos por la niebla. No perdía la esperanza que por lo menos allí podría encontrar algún vestigio de la armonía de lo divino.
La niebla se deslizaba suavemente, envolviendo los bancos de las oraciones y los pinos en un abrazo etéreo. En ese manto gris, vi a la gente sumida en su fe, sus rostros iluminados por una devoción profunda. Cada susurro de plegaria parecía flotar en el aire, como si las palabras mismas buscaran ascender hacia el cielo. Era un momento mágico, donde la espiritualidad se entrelazaba con la naturaleza, creando un paisaje de paz y esperanza que tocaba el alma.
La niebla espesa se cernía sobre mí, como un manto pesado que oprimía mi pecho. La llovizna caía suavemente, cada gota parecía llevar consigo un susurro de melancolía. En ese instante, sentí cómo mi corazón se estremecía, como si la tristeza del mundo se filtrara en mis venas. No me sentía bien; una sombra de desasosiego se apoderaba de mí, envolviéndome en una soledad abrumadora. Era como si la atmósfera misma reflejara mi estado interno, y cada respiro se volvía un desafío. En medio de esa bruma, anhelaba encontrar un rayo de luz que disipara la bruma que me rodeaba…
En este rincón mágico, donde la realidad y lo etéreo se entrelazan, sentí que algo sobrenatural había dejado su huella en el aire. Las voces de las niñas resonaban como ecos de un tiempo perdido, pero había una sombra en sus ojos que me decía que habían vivido algo más allá de lo comprensible. No puedo descifrar lo qué fue, pero la sensación de inquietud se aferraba a mi corazón. Este lugar, con su belleza encantadora y su misterio inquietante, me dejó una marca indeleble. A pesar de su magia, una parte de mí sabía que no volvería más a este lugar. Creo que hay experiencias que son mejor dejadas en el pasado, guardadas en el silencio de la memoria, como un susurro que se desvanece con el viento.
Has descrito de una forma tan magistral el ambiente, que me he sentido transportado al lugar..
Gente uniformada?
Símbolos extraños?
Tengo la certeza de que nunca iré a ese lugar..
Gracias, Pedro. Yo, seguro que no volveré. Bueno, nunca digas que de esta agua no beberé, pero si puedo evitar, no iré.
La caja fuerte petitoria es demasiado. No he sentido nada en los espacios y símbolos construidos, pero en el cerro brumoso si percibo algo especial, pero que me produce desasosiego, no unidad con la Naturaleza o la Divinidad.