Hace algunos días, emprendí un viaje a un lugar donde la naturaleza y la historia se entrelazan en un abrazo eterno: el Parque Natural de las Hoces del río Duratón. Desde el primer instante, los imponentes acantilados me dejaron sin aliento. La brisa acariciaba mi rostro mientras el río serpenteaba majestuoso entre las hoces, creando un paisaje de una belleza sobrecogedora. Era como si el tiempo se hubiera detenido para permitirme contemplar tanta maravilla.

En lo alto de las imponentes Hoces del río Duratón, en la provincia de Segovia, se alza uno de esos lugares donde la piedra, el viento y el silencio se entrelazan para custodiar historias que el tiempo no ha querido borrar. Entre riscos, buitres y plegarias antiguas, la ermita de San Frutos guarda no solo la memoria del patrón de Segovia, sino también una leyenda que habla de dolor, traición y redención: la historia de Doña Inés, la mujer despeñada.

Esta antigua leyenda, que se remonta al año 1225, relata un milagro atribuido a San Frutos, el santo ermitaño protector de las Hoces del Duratón.

Según la tradición, un marido cegado por los celos, convencido —sin pruebas— de que su esposa le había sido infiel, la empujó desde lo alto de la Hoz de San Frutos, un vertiginoso precipicio que domina el cañón.

La historia podría haber terminado en tragedia absoluta, si no fuera por la intervención del propio San Frutos, cuya figura milagrosa preside el santuario. Se dice que, mientras el cuerpo de Inés caía, el santo apareció envuelto en una luz dorada, detuvo su caída en el aire y la depositó suavemente en una repisa de roca, lejos del peligro, salvándole la vida.

Cuadro de la Ermita de San Frutos

Fue un pastor quien la encontró al día siguiente, confusa pero ilesa. Aquel suceso marcó un antes y un después en su vida: Doña Inés decidió consagrarse al cuidado de los más necesitados, alejándose para siempre del mundo de intrigas y pactos familiares.

Antes de entrar en la ermita de San Frutos, mis ojos se detuvieron en una piedra singular, desgastada por el paso del tiempo y los peregrinos. Según la tradición, era allí donde los monjes enterraron a Doña Inés, la protagonista de la leyenda de la Mujer Despeñada, salvada milagrosamente por la intercesión del santo. Aquella piedra, sencilla pero cargada de simbolismo, marcaba su primer lugar de descanso, a la intemperie, frente a los riscos del Duratón, como si su espíritu aún custodiara el paisaje que la salvó.

Conmovida por la historia, crucé el umbral de la ermita. Dentro, en un rincón silencioso y recogido, descubrí un sarcófago blanco, limpio y sereno, que ahora guarda sus restos mortales. Se dice que fueron los propios monjes quienes, con respeto y devoción, trasladaron su cuerpo al interior del templo, dándole así un lugar más digno y protegido.

Aquel gesto parece cerrar el círculo de su historia: del dolor y la caída, al milagro y la paz. Su presencia, discreta pero poderosa, aún se siente en cada rincón de esta ermita suspendida entre el cielo y la tierra. Imaginar aquel instante en el que una mujer, traicionada por el destino, cae al vacío y, en su última súplica, es sostenida por la misericordia de San Frutos, me estremeció. Su gratitud, su nuevo despertar, su vida entregada a la bondad después de haber rozado la muerte… Me hizo reflexionar sobre el poder de la fe y los misterios que habitan estos parajes.

Mientras regresaba por el sendero, el sol teñía de oro las rocas y las aguas del río. Sentí una profunda paz, como si el propio Duratón hubiese querido contarme su historia a través de sus paisajes y leyendas. Aquel día no solo admiré un lugar fascinante, sino que también me llevé conmigo un fragmento de su alma.

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