Confieso que pocas veces algo me ha sorprendido tanto como descubrir la existencia de las Tapadas limeñas. Hasta hace poco desconocía por completo este fenómeno, y al ver las estatuas esparcidas por toda la ciudad de Lima, me llamaron poderosamente la atención. resulta que la historia nos cuenta sobre aquellas mujeres que recorrían Lima cubiertas por la saya y el manto, dejando solo un ojo al descubierto. Sentí una mezcla de fascinación y asombro. ¿Cómo era posible que en pleno virreinato, en una sociedad marcada por normas rígidas y férreas jerarquías, surgiera esta figura femenina tan libre y enigmática?
La imagen de esas mujeres mostrando apenas un ojo, ocultando su identidad y, al mismo tiempo, desplegando un poder silencioso en las calles, me conmovió profundamente. No era solo un detalle pintoresco del pasado, sino una puerta abierta a comprender la creatividad, la rebeldía y la astucia con que las mujeres supieron conquistar espacios de libertad en un mundo que intentaba negárselos. Ese descubrimiento despertó en mí la curiosidad de seguir investigando y de rescatar del olvido a estas protagonistas de la Lima virreinal.





En las calles empedradas de la Lima colonial, durante los siglos XVI al XIX, apareció una figura femenina que todavía hoy despierta asombro y curiosidad: la Tapada limeña. Con un andar elegante y enigmático, estas mujeres ocultaban su identidad bajo un atuendo singular llamado saya y manto, desafiando las rígidas normas sociales de la época y convirtiéndose en uno de los símbolos más pintorescos —y polémicos— del virreinato del Perú.




La saya era una falda larga y ajustada que realzaba la silueta femenina, mientras que el manto, de seda o tafetán negro, cubría la cabeza y el rostro dejando visible únicamente un ojo. Esta vestimenta no solo permitía a las mujeres resguardar su intimidad, sino también caminar por la ciudad con una libertad inusitada para la época. Al amparo del anonimato, podían conversar, coquetear, asistir a tertulias o incluso satirizar a las autoridades sin ser reconocidas.
Cronistas como Ricardo Palma recogieron numerosas anécdotas en sus Tradiciones Peruanas, donde narraba cómo la tapada desconcertaba a maridos celosos, engañaba a pretendientes y desafiaba a clérigos y virreyes.

El propio virrey Conde de Chinchón (1629-1639) intentó prohibir el uso del manto por considerarlo un peligro para la moral y el orden público. No fue el único: papas, obispos y gobernantes dictaron edictos contra la saya y manto, pero ninguno consiguió desterrarla de las calles limeñas.




El atractivo de las tapadas radicaba precisamente en ese juego de ocultar y mostrar: el cuerpo se insinuaba bajo la saya ceñida, mientras el rostro se velaba con un misterio irresistible. Escritores europeos como Flora Tristán, al visitar Lima en el siglo XIX, quedaron fascinados y describieron a las tapadas como el emblema de una ciudad donde el poder femenino se ejercía en silencio, desde las sombras.



El auge de las tapadas se prolongó hasta mediados del siglo XIX, cuando las nuevas modas europeas, la modernización republicana y las críticas morales acabaron por relegar la saya y manto al recuerdo. Hoy, sin embargo, la tapada limeña sigue viva en la memoria cultural: aparece en pinturas, grabados y en la literatura, como un símbolo de resistencia femenina, ingenio y misterio criollo.



Mientras paseaba por las calles de Lima, con su bullicio moderno y sus balcones coloniales aún vigilando el tiempo, no podía dejar de pensar en aquellas épocas en que las Tapadas limeñas dominaban la escena urbana. Imaginaba su andar elegante, cubiertas por saya y manto, y recordaba cómo incluso un rey de España llegó a prohibir su uso, temiendo el desorden que aquella prenda traía consigo.
La historia cuenta que Felipe IV, escandalizado por las descripciones que llegaban desde el virreinato, ordenó suprimir aquella costumbre, considerando que atentaba contra la moral y el control social. Pero Lima tenía carácter: lejos de desaparecer, la tapada resistió prohibiciones reales, edictos virreinales y sermones eclesiásticos. El manto siguió ondeando como un acto de desafío silencioso.
Y mientras avanzaba por las calles, comprendí que no era solo una cuestión de moda. Era un símbolo: bajo ese velo, las mujeres limeñas habían encontrado una libertad inesperada, un juego de poder en el que el misterio les pertenecía a ellas.
