Tocaba ir a El Capricho, ese jardín donde la belleza se oculta tras un velo de tiempo y misterio, como una dama antigua que rehuye ser mirada de frente. Madrid guarda muchos secretos, pero pocos tan delicados como los que susurra este parque cuando el viento roza las copas de los árboles y el estanque refleja un cielo que parece de otro siglo.
Caminar por sus senderos es entrar en una conversación con la memoria. Cada rincón guarda un suspiro de quienes lo soñaron: los ecos de la duquesa, las risas apagadas de los paseos galantes, las sombras de los soldados que un día lo convirtieron en refugio. Todo allí respira una melancolía elegante, una nostalgia que no duele, pero pesa.
En El Capricho uno comprende que la belleza no necesita alardes: basta una fuente detenida, un ciprés inclinado o la geometría perfecta del silencio. Hay lugares que no se visitan para ver, sino para sentir, y este es uno de ellos. Salí de allí con la impresión de haber abierto una puerta a otro tiempo… o quizás a mí misma.

Existen dos Caprichos. El primero es el que todos conocen: el de los paseos tranquilos, las flores perfectas, los laberintos donde se pierden los domingos y los fotógrafos que buscan la luz precisa. Es el parque que se muestra, el de los turistas, el de las sonrisas fugaces y las hojas caídas sobre el estanque.
Y luego está el otro, el mío. Ese que, aunque aparece en los mapas y se deja fotografiar no cuenta sus secretos. En mi Capricho no hay multitudes, solo la belleza que observa en silencio, las huellas invisibles de lo que fue, y ese misterio dulce que solo entiende quien ha aprendido a escuchar la voz del pasado.
Creo que la Duquesa quiso levantar en su propiedad un jardín iniciático, un espacio tejido de símbolos, donde la alquimia, la filosofía hermética y la magia se entrelazan como en un antiguo tratado esotérico. No fue un simple capricho estético, sino la expresión de una corriente espiritual que recorría Europa en aquellos años: el anhelo de unir arte, ciencia y misterio bajo una misma mirada.
Ella y su esposo, ambos vinculados a la masonería, dejaron en el parque su huella más profunda, oculta entre las sombras de los templos, los laberintos y las arquitecturas simbólicas.

Al entrar en El Capricho, lo primero que nos recibe es la Plaza de los Emperadores, presidida por el busto de la Duquesa de Osuna, esa mujer que hoy llamaríamos —sin exagerar— celebrity, influencer o incluso visionaria. Pero mucho antes de que existieran las redes sociales, María Josefa de Pimentel, IX Duquesa de Osuna, ya era una figura pública admirada y comentada en los salones de Madrid, símbolo de elegancia, cultura y poder femenino en pleno tránsito entre los siglos XVIII y XIX.

Fue una de las mujeres más brillantes de su tiempo, digna representante del Siglo de las Luces en España. En su palacio madrileño organizaba tertulias y veladas donde se reunía la élite intelectual y artística de la época: escritores, músicos, filósofos y políticos. Pero no solo destacó por su refinamiento, sino también por su compromiso social y humanitario. Desde la Junta de Damas, que presidió con energía, impulsó mejoras en la educación y la salud de los niños, promoviendo campañas de vacunación contra la viruela y fomentando una mejor atención a la lactancia.

Su pasión por el arte fue igualmente legendaria. Mecenas de Goya —quien la retrató y compartió con ella afinidades intelectuales—, coleccionó obras, protegió a artistas y llegó a crear una biblioteca de más de 60.000 volúmenes, considerada la primera de carácter público en Madrid.
En las afueras de la ciudad, entre encinas, fuentes y templetes, la Duquesa levantó su mayor obra: El Capricho, un jardín de ensueño donde lo estético y lo simbólico se funden en una misma sinfonía. No era solo un lugar de recreo para la nobleza, sino un reflejo de las ideas ilustradas y de los anhelos reformistas de una mujer adelantada a su tiempo.
El Capricho fue, en definitiva, su espejo: una utopía en miniatura, mezcla de belleza, sabiduría y misterio, donde cada rincón parece susurrar aún el espíritu inquieto de su creadora.
Si uno se detiene a observar con atención, El Capricho revela su lenguaje secreto: cada construcción dialoga con las demás, cada elemento responde a un propósito. Nada está ahí por azar; todo parece formar parte de un mapa invisible, una cartografía espiritual donde la piedra, el agua y la luz se convierten en signos de un mismo enigma.
Por ejemplo, al templete de Baco se llega tras atravesar un laberinto de setos, símbolo de las dificultades del alma en su búsqueda interior. No es un simple paseo: es una prueba. Solo quien se atreve a perderse puede hallar el centro, donde aguarda el dios del vino, el éxtasis y la locura. Baco, el “Libertador”, no libera con palabras, sino rompiendo las cadenas de la razón para permitir que el espíritu, por un instante, roce la divinidad.

En la alameda, el camino se vuelve más solemne: allí surge la figura de Saturno, ese dios que conocía el secreto de separar los metales, metáfora alquímica de la transformación interior. Su estatua, devorando a su hijo, nos recuerda la crudeza del tiempo que todo lo consume, incluso a sus propias criaturas.

Más adelante, otro laberinto, más pequeño y silencioso, despierta una sensación extraña: la angustia del extravío, esa pérdida repentina de orientación que obliga a mirar hacia dentro. No hay monstruos que nos persigan, solo nuestra sombra y el leve murmullo de las hojas, como si el jardín quisiera probar hasta dónde soportamos la incertidumbre antes de encontrar la salida.


También hay en el jardín fuentes que parecen hablar el lenguaje del espíritu, símbolos eternos del conocimiento y la sabiduría. En ellas, el agua —esa materia viva y transparente— fluye como si trajera consigo la memoria del mundo. Cada surtidor murmura que todo saber verdadero nace del movimiento, de la pureza que se renueva sin cesar.

Otro de los edificios más hermosos y enigmáticos del parque es la llamada Casa de la Bruja, una delicada reproducción de una humilde vivienda campesina. Sin embargo, tras su aparente sencillez se ocultaba un prodigio de ingenio y fantasía.
Cuentan que, en su interior, habitaban autómatas: figuras de labradores y recolectores que se movían al compás de un mecanismo oculto. Unos araban la tierra, otros recogían los frutos, recreando una escena cotidiana que, vista desde fuera, parecía cobrar vida por arte de magia.

Dentro de aquellos muñecos —hoy desaparecidos— latía el corazón metálico de un tiempo fascinado por la mecánica y el misterio, cuando los relojeros del siglo XIX jugaban a ser demiurgos, dando movimiento a lo inanimado. Era la ilusión de vencer al tiempo y dotar a la materia de alma… aunque fuera por unos segundos.
Pero hay quienes aseguran haber visto otra clase de presencias. No se trata de visitantes ni de jardineros despistados, sino de sombras antiguas que parecen moverse con voluntad propia entre los árboles del Parque del Capricho. Tanto vigilantes como paseantes solitarios coinciden: al caer la tarde, justo antes de que la luz se extinga, dos almas errantes recorren los senderos.
El primero sería el espíritu de Mariano Téllez-Girón, último Duque de Osuna, aquel que dilapidó su fortuna y condenó al parque —herencia de esplendor y misterio— al abandono. Dicen que su sombra vaga sin rumbo, arrastrando el eco de una vida de excesos. A veces, entre los setos o cerca del estanque, se escucha un lamento grave y sostenido, como el suspiro de quien suplica perdón demasiado tarde.

El otro fantasma, sin embargo, pertenece a un alma más serena. Según la leyenda, un mendigo llegó un día a las puertas del parque pidiendo ayuda a los Duques. Movidos por la compasión, le ofrecieron refugio en una pequeña ermita, con la condición de que viviera allí como ermitaño, dedicado a la oración y al silencio.

Así que aquel hombre, fiel a su promesa, consagró el resto de su vida a la oración, implorando por el alma y la protección de los duques que le habían dado refugio. Cumplió su voto con una devoción tan absoluta que nunca volvió a cortarse el pelo ni las uñas, dejando que el tiempo tejiera sobre él su propio manto de penitencia.
Cuando murió, lo enterraron a los pies de la ermita, bajo la misma tierra donde tantas veces se había arrodillado para rezar. Pero la paz no llegó con su muerte.
Cuentan que, en ciertas noches sin luna, una figura espectral se desliza entre los rosales marchitos y los muros húmedos, con una cabellera que roza el suelo y unas manos huesudas coronadas por uñas interminables. Dicen que camina despacio, murmurando oraciones en un idioma que nadie reconoce, como si siguiera velando, desde el más allá, por el jardín que una vez le dio cobijo.
Y entonces, si el viento sopla en la dirección justa, parece que el parque entero —árboles, sombras y estanques— contesta a su plegaria con un suspiro antiguo, como si también recordara al ermitaño que jamás quiso irse.
Dicen que aún se le ve, con su manto gris y la mirada perdida, cruzando los jardines cuando el aire se vuelve frío y los cipreses susurran nombres olvidados. Algunos guardias aseguran que, si uno se detiene y escucha, puede oír el roce de sus sandalias sobre la grava… y una voz suave que reza por los vivos y los muertos por igual.
Parece que el Capricho duerme de día, pero cuando cae la noche, parece recordar a quienes jamás lograron abandonarlo. Y sus leyendas les mantienen vivos.
Más allá de sus leyendas y enigmas, El Capricho guarda también sus propias excentricidades, pequeños guiños del tiempo que lo han convertido en escenario de historias muy distintas a las que soñó la duquesa. En la década de los sesenta, sus senderos y jardines sirvieron de decorado para varios rodajes cinematográficos, desde películas del oeste —con forajidos cabalgando entre rosales y templetes neoclásicos— hasta una célebre escena romántica de Doctor Zhivago, donde el amor y la melancolía encontraron refugio entre los mismos árboles que un día fueron testigos de intrigas y fantasmas.
En el corazón del Parque del Capricho se alza una joya casi inadvertida por los paseantes: el puente de hierro, una obra que une la delicadeza del jardín romántico con el despertar de la ingeniería moderna. Fue construido entre 1834 y 1839 —aunque algunas fuentes lo datan hacia 1830—, lo que lo convierte en el primer puente de hierro de toda España. Su diseño se atribuye al arquitecto Martín López Aguado, y su construcción marcó un hito en una época en la que el uso del hierro aún era una rareza en obras civiles.

El puente se encuentra sobre la ría artificial, cerca de la Casa de las Cañas, en la parte oriental del parque. Su estructura está compuesta por dos arcos metálicos atirantados y remachados, sostenidos sobre basamentos de granito, con rampas y plataforma de madera y barandillas de hierro forjado. El resultado es una combinación armónica entre lo natural y lo industrial, lo artesanal y lo técnico, que encaja perfectamente con el espíritu visionario de los Duques de Osuna.
Este pequeño puente no es solo una obra de ingeniería avanzada para su tiempo, sino también un símbolo. Representa el paso de una era a otra: de los ideales ilustrados al romanticismo, de la nobleza terrenal a la modernidad metálica que comenzaba a transformar Europa. En medio de un jardín lleno de símbolos alquímicos, templos, laberintos y fuentes, el puente parece tender un lazo invisible entre la tradición y el futuro.
Sin duda, El Capricho fue mucho más que un simple entretenimiento aristocrático. Su creación se prolongó durante cincuenta y dos años, y en cada sendero, estatua y rincón se advierte la mano de una mente que soñaba con algo más que un jardín: una obra total, de casi catorce hectáreas, concebida como espejo del alma de su creadora.
La duquesa de Osuna, mujer de una sensibilidad extraordinaria y de un carácter visionario, supervisó personalmente cada detalle del proyecto hasta su muerte en 1834. Nada se dejó al azar: los templos, los laberintos, las ruinas fingidas o los juegos de agua responden a un lenguaje simbólico que combina arte, filosofía y misterio.
Este lugar, donde todavía se respira belleza y melancolía a partes iguales, está íntimamente ligado a aquellos “asuntos de brujas” que tanto fascinaban a Goya, amigo y confidente de la duquesa, y a los infortunios que marcaron su vida. Como recoge Clara Tahoces en El jardín de las brujas, El Capricho fue concebido como un espacio mágico, cargado de signos ocultos, donde cada elemento tiene un propósito: invocar, proteger o recordar.
Más que un parque, es un mapa simbólico del alma, un lugar donde el arte se mezcla con la alquimia y donde lo visible apenas insinúa lo invisible.

Estupenda crónica, Mercedes. Conozco El Capricho y me encanta, pero iré de nuevo con las muchas pistas que das. Gracias
Muchas gracias, Beatriz. Es que este parque da para mucho