21 noviembre, 2024

Volviendo de Navarra a Madrid, me desvié en el camino para ir a visitar la ermita de la Virgen de la Cruz en Conquezuela. Un lugar que no viene señalado en las guías turísticas. Una bendita razón, que hace que conserve todo el encanto, alejado de galopantes rutas de turistas. Iba conduciendo por una estrecha carretera, yo sola, sin encontrar ningún coche. Conduciendo, estaba pensando que voy a un lugar remoto y alejado de la civilización, entre las rocas y la naturaleza salvaje, donde se encuentra una pequeña ermita perdida en el tiempo. Por mucho que alzaba la vista para ver donde está ubicado este pequeño santuario, no veía nada. Seguí conduciendo sin saber lo que me esperaba…

Pasados unos diez kilómetros, miré a la derecha y por fin, vi la ermita tapada por los árboles. Alrededor de ella, la belleza agreste de las rocas creó una imagen misteriosa.

Al salir del coche, tenía intención de subir la cuesta. Y de repente me paré sin creer lo que veían mis ojos. Al lado de la carretera divisé una roca que me llamó poderosamente la atención. Delante de mí estaba un altar ancestral. Yo diría que es vetón, pero no me atrevo a asegurarlo. No sé cuanto tiempo paso hasta que decidí acercarme. Mi júbilo no tenía límites, mi corazón iba a cien.

Estaba delante de un lugar mágico por excelencia, utilizado como lugar de culto y ritual desde los albores del hombre prehistórico, donde sentí la presencia de nuestros ancestros. Estaba delante de un recuerdo de un pasado olvidado. Me pareció raro que el altar mirara hacia la carretera, y ya estando en casa investigue, y resultó que hasta hace solo 50 años, existía a los pies del altar, por donde ahora pasa la carretera, la denominada laguna de Conquezuela. Ahora todo cobraba sentido.

Pasada la primera emoción, empecé a subir la colina. La ermita, por supuesto, estaba cerrada, como todos los pequeños santuarios de nuestro país. Un merecido castigo por no respetar nuestro patrimonio. A su alrededor, la flora es abundante, lo que la convierte en un lugar ideal para meditar y conectar con la naturaleza. La construcción de esta Ermita data del siglo XVI, y bajo sus cimientos, según los arqueólogos, se ocultan las ruinas de un templo en honor a Santa Elena (247-·27 d.C) madre de Constantino el Grande, y que tanto influyo en la adopción de la Cruz como símbolo de los creyentes. Al dirigir mi mirada hacia el fondo detrás de la ermita, otra vez, me quedé sin aliento. Vi una especie de ranura entre las rocas. Al acercarse me di cuenta de que estaba delante de una cueva.

Es una cavidad natural en forma de gruta, de 11 metros de profundidad, de cuyo interior brota de forma constante agua, que cae en una pila trabajada en la roca. Pero lo que más me impresionó, es la forma que tiene la entrada a la gruta. Vi a un gigantesco «Útero Natural Femenino», evocando, sin duda alguna, la condición de lugar sagrado dedicado en los tiempos remotos a cultos matriarcales. A estas primeras diosas que representaban a la Diosa Madre. Y haciéndonos ver, que la entrada a este templo natural, que el beber de sus aguas, el meditar en su interior, nos llevaba a un nuevo renacer, a un nuevo nacimiento al salir de la gruta, con el conocimiento adquirido en su interior.

En este caso no bebí el agua, pero si me quede un rato ensimismada, sentada y apoyada en la pared de la cueva, haciendo caso omiso al tiempo. No importaban las horas, lo que importaba es el repentino encuentro conmigo misma. Estaba viendo el hilo de agua que brotaba muy despacio desde la roca de arriba, como si fuera mi camino de la vida que me llevaba en un cuenco de sabiduría.

El agua cristalina se parecía a una bola de cristal ofreciendo unas imágenes confusas y diferentes, igual que mi futuro, supongo. Pero sí que me enseñó que en la quietud hay mucha fuerza desaprovechada. Salí de la cueva un poco más sabia y más feliz. Sentí la Madre Tierra en toda su grandeza.

Al salir, me alegró la vista una pintura rupestre. Quiero pensar que es la Diosa Madre.

También he visto estos signos en la entrada de la cueva, pero no sé lo que significan. Aunque, puede que no signifiquen nada.

Cuando mire el reloj, habían pasado dos horas. Llegó el momento de marchar. Me esperaba largo camino hacia Madrid. Cuando empecé a conducir iba pensado en este lugar que parece envuelto con un ala de misterio y magia, como si estuviera esperando a aquellos que buscan conectarse con la madre naturaleza. En este escondido rincón del mundo, experimente una sensación de paz y armonía que difícilmente encuentro en otros lugares. Me fui consciente de que quedará en mi memoria para siempre, dejando una huella profunda en mi corazón.

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