Toledo ha celebrado este domingo, como cada segundo fin de semana del mes de mayo, la romería del año, dedicada a la Virgen de la Bastida. Las sombras del pasado difuminan la certeza de aparición de esta ermita. La incertidumbre rodea el emplazamiento exacto de aquel cenobio primigenio, y es Francisco de Pisa quien nos lleva de la mano hacia los terrenos de la actual ermita, asociándolos con aquel convento perdido de San Antonio. En el siglo XV, la orden ya había arraigado en la ciudad, como lo atestigua el generoso gesto de Doña Guiomar de Meneses, quien en 1459 lega a los franciscanos una casa y tierras en la Bastida, bajo la condición de que la engrandezcan y habiten, nombrando a la ermita como “santa ermita de gracia”.
El paso del tiempo trae consigo cambios, pero también conserva la esencia de lo que fue. La entrañable ermita, que hoy contemplamos con reverencia, data de mediados del siglo XVI, testigo mudo de los avatares de la historia. Sus muros, aunque reformados, guardan la memoria de aquellos tiempos remotos, destacando el majestuoso ábside que nos transporta a la época de su esplendor.
Pero no solo de piedra y argamasa se teje la historia de este sagrado lugar. En sus entrañas reposa una cueva, testigo de las penitencias de la Beata Mariana de Jesús, cuya presencia impregna el aire con una esencia de devoción y sacrificio.
En esta antigua cueva, la piedra guarda un secreto sagrado, Según la tradición, su toque alivia el dolor de muelas y elimina las calenturas de la piel. Así, los romeros, con fe palpable, solían llevarse pequeños fragmentos como amuletos de esperanza.
Al cruzar el umbral de la iglesia, nuestros ojos se encontraron con ella: la Virgen de la Bastida, una Virgen negra, tallada en madera, radiante en su solemnidad.
Su presencia llenaba el espacio con una serenidad palpable, como si su mirada penetrara en lo más profundo de nuestros corazones. Allí estaba, en silencio, con las manos extendidas en gesto de amor y protección, esperando pacientemente que los devotos la sacaran en procesión. En ese momento, el tiempo parecía detenerse, mientras nos sumergíamos en la contemplación de su figura venerada.
Fue en el año 1941 cuando esta obra maestra vio la luz, destinada a ocupar el lugar de una efigie primitiva, perdida en los estragos de la guerra civil española. Con cada golpe de cincel, Guerrero Malagón insufló la vida a la madera, moldeando la figura con amor y reverencia, como un homenaje a la fe inquebrantable de generaciones pasadas.
Al lado del altar, en un rincón sagrado donde la luz se filtra con timidez, descansa una pequeña puerta en el suelo. Es como un umbral hacia lo desconocido, una invitación silenciosa a adentrarse en los misterios del pasado. Al abrirla, el suelo cede ante nuestros pies, revelando una escalera que desciende hacia las profundidades de una antigua cripta.
En la oscuridad serena de la cripta, las paredes, como si fueran los testigos silenciosas, guardan historias entrelazadas con el polvo del tiempo. Pinturas murales y grafitis, marcados por manos devotas durante el siglo XIX, narran los viajes de peregrinos hacia La Bastida, un lugar sagrado de encuentro con lo divino.
Ver estas pinturas ha sido como cruzar el umbral del tiempo, adentrándose en los susurros del pasado. Cada paso es un encuentro con la historia, cada sombra una historia por contar. Es un lugar donde el alma se encuentra con la eternidad, donde el misterio y la devoción se entrelazan en un abrazo intemporal.
Compramos las típicas roscas de la romería, tomamos una rica limonada y participamos en rifas y quínolas, esperando la procesión de la tarde. Y por fin llegó el momento. Con manos firmes, los devotos levantan a la Virgen sobre sus hombros, sintiendo el peso de su presencia sagrada en cada paso que dan. Es un momento de comunión, donde la devoción de los fieles se une en un solo corazón, latiendo al ritmo de la procesión.
Las campanas, como guardianes del tiempo, marcaban el ritmo solemne de la procesión, mientras los corazones de los devotos latían al unísono, palpitando al compás de la fe. La figura radiante de la Virgen de la Bastida, envuelta en el amor y la devoción de sus fieles, avanzaba con majestuosidad, iluminando el camino con su presencia divina. A su alrededor, el aire vibraba con los acordes de la Banda de Música, cuyas notas fluían como un río de consuelo y consagración.
Y así, entre el resplandor del sol y el eco de las campanas, la procesión avanzaba con solemnidad, guiada por la luz eterna de la Virgen de la Bastida, protectora y guía de aquellos que caminan con fe en su corazón.
El sol comenzaba a descender lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo con tonos cálidos y dorados mientras la romería llegaba a su fin. La romería llegó a su fin y llegó la hora de despedirse de los amigos. Emprendimos el camino de regreso a casa, llevando el imborrable recuerdo de la romería y la certeza de que, aunque el camino nos separara temporalmente, pronto nos volveremos a ver para celebrar juntos alguna tradición popular.
Muy buen resumen de la realidad. Lo invisible ya lo contará en otro momento y lugar
Tienes toda la razón.